Pensó la sociedad catalana desde el vitalismo y el escepticismo. Y abogó por una filosofía de la conciliación

 

El destino casi insoslayable de los intelectuales de primer nivel tiende a ser doble: la disolución magmática en el imaginario de su sociedad o la oportuna minimización de su legado sin que haga falta rebatirlo o llegar a desmentirlo. En Catalunya, la pervivencia de Josep Ferrater Mora ha caído, más bien, en la segunda de las dos variantes. Aunque fue y podría seguir siendo una figura central de la cultura catalana contemporánea, hasta ahora lo ha sido quizás de una manera selectiva o, incluso, reducida a la caricatura del teórico de la catalanidad. Un libreto escrito a toda prisa —Les formes de la vida catalana—, sin ambición, casi circunstancial, es responsable de esta disfunción. Pero Ferrater Mora es más. Muchísimo más. Y este más quizás sea la causa por la cual no ha sido fácil integrarlo en la hegemonía intelectual de la Catalunya de la democracia. Este 2012 se conmemoran, oficialmente, los centenarios del nacimiento de Joan Sales, Tísner y Pere Calders. Por ahora, que se sepa, no se ha organizado el Año Ferrater Mora.

Para empezar quizás habría que repetir una obviedad. Se trataría de recordar la magnitud extraordinaria de un pensador personal y destacar la valía capital de un profesional de la filosofía de primera magnitud. Profesional en el mejor sentido de la palabra, pensando en aquella que no tardó en convertirse en su obra más influyente: el Diccionario de Filosofía, suma de saber sistematizado sencillamente incomparable en toda la cultura occidental. En 1941 se editaba por primera vez. El germen del proyecto, sin embargo, venía de un poco antes.

Un pensador profesional

Como documenta la web Filosofía en Español (www.filosofia.org), en 1935, Ferrater Mora, cuando todavía estudiaba Filosofía en la Universitat de Barcelona (se licenció en 1936), recibió el encargo de preparar o como mínimo de colaborar en la versión española de un diccionario clásico alemán: Philosophisches Wörterbuch de Heinrich Schmidt. El libro no se llegó a publicar y eso me obliga a formular conjeturas. Se trataba de un proyecto de alta divulgación y no es improbable que fuera la editorial Labor -especializada en libro técnico- quien lo sacara adelante (en Labor había aparecido su traducción de Pedagogía sistemática de W. Flitner). Con toda seguridad escribió las entradas dedicadas a Ors, García Morente y Ortega. Aprendió así a redactar entradas de diccionario. La tarea no fue en vano. A finales de 1939, en el exilio, ya preparaba su diccionario. En abril de 1941 fechaba el prólogo en La Habana. “En filosofía, más que en ninguna otra cosa, es obligada la tradición”, afirmaba con resonancias orsianas. La editorial Atlante de México no tardó muchos meses en publicarlo.

Rápidamente lo hizo llegar a quien había sido su maestro: Joaquim Xirau, exiliado. El 17 de junio de 1941 Xirau acusaba recibo. La carta, que se puede leer a la web de la Cátedra Ferrater Mora de la Universitat de Girona, es impresionante porque se escribe sobre los escombros de un sueño truncado. “Lamento vivament no estar prop de V. i no poder col·laborar amb tota la intimitat que ens proposàvem fer-ho a Barcelona. Espero que les circumstàncies ens permetran de fer-ho un altre dia. Ho faci tot com si aquest dia hagués de venir. Jo no dubto que vindrà.” Al cabo de cinco años, Xirau, que había sido decano de la Facultad de Filosofía y Letras, moría en México. En la carta el profesor animaba al discípulo para que siguiera trabajando el diccionario. “No hi ha en castellà un diccionari clàssic d’autoritat. Això és obra de molts anys. Vostè el pot fer. Valdria la pena que hi dediqués una part de la seva vida.” Ferrater Mora le hizo caso. A lo largo de treinta años lo rehízo, a menudo de manera casi integral, como si aquello hubiera sido un deber civil con la filosofía hispánica (incluida la catalana) más que no la obra de la vida de un autor.

En 1944 publicaba la segunda edición del Diccionario. La nueva versión, más un breve ensayo sobre Unamuno, se convirtieron en su principal carta de presentación para consolidar la carrera universitaria en Estados Unidos y para conquistar prestigio en el exilio y en el interior de España. El 1950, Eugeni d’Ors, en La Vanguardia, ya profetizaba que el profesor se convertiría en un clásico. Aquí también lo pensaba un Julián Marías y un poco más adelante Aranguren. Allí enseguida tomaron nota dos de las figuras más influyentes del exilio liberal: Américo Castro y Pedro Salinas. Con los dos entablaría buena amistad. A finales de 1946, poco antes de instalarse en Estados Unidos, recibía carta de Jorge Guillén. Guillén descubría en Ferrater la continuidad de la elaboración de pensamiento en castellano. Se había incorporado a la élite del panorama intelectual español.

Integracionismo

El Diccionario iba a ser cara y cruz de su biografía. Él habría deseado que no fuera su obra de referencia y las cosas tal vez podrían haber ido de otra manera. Excavando en su prehistoria descubro un diamante olvidado: Cóctel de verdad, un libro de jovialidad culto, publicado en 1935 en una colección que propulsionaba la modernidad nuclear de la Revista de Occidente de Ortega. Juguetón, fino y rehabilitando la óptica D’Ors, su opera prima, escrita con veintiún años, revela un talante fascinado simultáneamente por los grandes pensadores y por el jazz o el cine. Se estrenaba, pues, como un ensayista a través del cual se oían las más intensas palpitaciones del tiempo. Pero este camino quedó rápidamente abortado y más adelante la vocación inicial de ensayista se fue metamorfoseando en ambición de pensador, siempre cautiva de la sombra poderosa que el Diccionario nunca dejaría de proyectar.

El Ferrater Mora de madurez quiso inscribir una reflexión propia en el pensamiento internacional de la posguerra mundial. La teoría que propuso era el integracionismo: una forma de pensamiento conciliadora, tocada por el don de la fría racionalidad y apta para distinguir aquello valioso del pensamiento ajeno. La noción de integración ya aparecía en sus ensayos de psicología colectiva de los años cuarenta —lo detectaba el crítico Guillermo de Torre en el año 1943— y la acabó de formular en el ambicioso El ser y la muerte. Bosquejo de una filosfía integracionista, de 1962 -premiado por el comité español del Congreso por la Libertad de la Cultura-; pero donde lo encuentro expuesto de una manera más sugerente es en las páginas finales de El hombre en la encrucijada. A mediados de 1952, anunciaba a su amigo Joan Oliver, con un punto de ironía, que sería su opus magnum. Pedro Laín —rector de la Universidad de Madrid— le decía que era “una de las más finas producciones intelectuales impresas en castellano durante estos últimos lustros.” No le faltaba razón. Ante la crisis de conciencia en la cual se encontraba el hombre contemporáneo —días de Heidegger, días de existencialismo— la única salida al mundo kafkiano era buscar un equilibrio dinámico entre aquellos elementos que tradicionalmente habían dado sentido a la existencia: Dios, la Naturaleza, la Sociedad, el Hombre.

El integracionismo, tan secamente expuesto, respondía —como pasa a menudo— a características singulares de la fisonomía moral del escritor: la conciliación entendida no como una forma de debilidad sino de fortaleza y exigencia racional porque ninguna teoría será nunca capaz de dar explicación definitiva de la condición humana. En el fondo postulaba, para decirlo con sus palabras, para conjurar el riesgo de un eclecticismo trivial, una “incesante dialéctica”. Quizás parezca una elucubración encapsulada en el gremio profesional de la filosofía. Sería un grave error creerlo así. La lección de Ferrater Mora tiene que ver con el talante de un sujeto arraigado y desarraigado, escéptico y vitalista, combativo y pragmático. Su legado más aprovechable es una lección, teatralmente desganada, de complejidad irónica.

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